CUANDO
LAS HERIDAS NO SANAN
Todos los días flotando como
las hojas en el río y adelantándose a la salida del sol, una marea de monos
azules emergían a las calles del barrio, con cabezas gachas y paso cansino
desembocaban a la plazoleta donde la negra arena empolvaba un calzado cargado
de kilómetros y horas de penurias, así comenzaban su rutinaria marcha camino
del trabajo. Antes hacían la correspondiente parada en el bar de Ataulfo donde
buscaba el efecto de la segunda dosis de cafeína para que el motor de arranque diese
el primer tirón y poder poner su cuerpo en marcha. Otros con los rodamientos ya
gastados por el cúmulo de años de duras jornadas, al café le sumaban una copa
de brandy peleón buscando una anestesia tanto física como psíquica que les
permitiese obtener la energía suficiente para soportar la condena que con el paso del tiempo se
había convertido el hecho ineludible de tener que ganarse el jornal.
Como la penitencia de un crucificado
los candentes rescoldos de los cigarrillos se alejaban serpenteando por las
aceras de la única salida que tenía el barrio. Ya en el tajo intentaban
machacar sus problemas golpeando sobre un trozo de metal o simplemente se lo
cargaba a las espaldas aumentando más aun el peso del fardo.
Una vida que se va marchando
hora a hora, minuto a minuto escuchando como única conversación el chirrido de
unos engranajes que mueven la máquina que enriquecen a otros, y que a su
familia solo le permite sobrevivir pidiendo fiado en el ultramarino, remendando
pantalones y con la imaginación culinaria de una mujer que hace magia entre
ollas y sartenes faltos de contenidos.
Las rebabas caen a sus pies
mientras se muerde la lengua, no le queda ni el consuelo de la queja. Un
pellizco en el estómago, un rechinar de dientes, un dolor le parte el alma
cuando dan las nueve de la mañana y piensa que en esos momentos sus hijos
cantan el “cara al sol” mientras saludan brazo en alto símbolos fascistas, esos
mismos escudos que portaban en sus camisas azules aquellos que hace menos de
una treintena de años dieron el tiro de gracia a su padre, otro obrero como él
que por la imperfección de saber leer y
escribir los compañeros lo votaron como representante sindical.
Aun siente el roce por su
pelo de aquellas manos encallecidas, aun siente el calor de sus labios y aquel
cosquilleo que un bigote dejaba en su frente cuando entre las sabanas recibía
un beso de buenas noches.
Quisiera olvidar pero no
puede, el propio miedo que pervive en él refleja todos los días en los ojos de
su madre el drama de lo ocurrido. No les dejaron despedirse, lo único que les
dijeron los amigos de su padre que un camión cargado de falangistas llegó al
muelle y a punta de pistola se llevaron a cuatro.
La esperanza se tiñó de
negro en aquel caluroso agosto de1936 cuando agarrado a la mano de su madre se
presentaron en el gobierno civil, solo obtuvieron por respuesta amenazas e
insultos. Las súplicas de la mujer fueron acalladas tras recibir una bofetada,
él con tan solo diez años se lanzó como una fiera contra el guardia. Despertó
en los brazos de su madre con el sabor salado de las lágrimas de esta que
corrían de los ojos a las mejillas y
goteaban hasta su boca, sintió un fuerte dolor en la nariz y sus ropas
estaban teñidas de sangre, ignoraba como había llegado hasta la playa su última
visión era la de una rodilla golpeando contra su rostro.
Le costaba trabajo respirar pero
tenía que reponerse, aunque fuese por su madre, no podía dejar que se hundiese
más, en cada lágrima se le iba una gota de vida, el viento de levante pegaba la
arena en sus rostros, había que salir de allí, tenían que seguir buscando. Usó
todas sus fuerzas para incorporarla solo lo consiguió con la ayuda de un buen
hombre que se les acercó. Tras percibir el origen de aquellos lamentos les
aconsejó que se acercasen por el cementerio, él venía de allí también trataba
de localizar a un familiar, dijo que los muertos de la noche anterior estaban
en la fosa pero aun no los habían cubierto.
Corrieron angustiados hasta
llegar a la puerta del campo santo, un joven sargento charlaba con un soldado
mientras fumaban, cuando quisieron entrar el soldado se lo impidió pero ante el
llanto y el estado que presentaban la mujer y el pequeño, el sargento se
compadeció y dio la orden al soldado para que los dejase pasar. Les dio cinco
minutos de tiempo, advirtiéndoles que él se la estaba jugando.
No les hizo falta mucho para
dar donde estaba la fosa, hundieron sus pies en un montón de arena y se
asomaron al agujero con la esperanza de que allí no estuviese. Sus ropas lo
delataron, era el más cercano a ellos en aquella macabra escena, su cara casi
irreconocible posaba con un perfil sangriento sobre la espalda de otro de sus
compañeros. La mujer dando un grito desesperado bajo a la fosa donde pisando
los otros cadáveres agarró el cuerpo inerte de su hombre y lo acunó en sus
brazos como si fuese el hijo de sus entrañas.
No faltó día en su vida que
no recordase aquella escena dantesca, más de treinta años notando como su
cuerpo se volvía a petrificar ante aquel foso contemplando la más horrible
estampa, se quedaba como una estatuas de sal, como aquellas de las que hablaban
los curas como ejemplo del castigo divino, curas que en sus liturgias hablaban
de pecados y mandamientos, curas que justificaban a los asesinos y condenaban a
los inocentes.
Tres años de guerra y una
posguerra demasiado larga, demasiado dura y cargada de necesidad para la
familia de un rojo en una ciudad pequeña. La falta de recursos y el sentirse
continuamente vigilados les hizo huir a un lugar donde nadie los señalase con
el dedo o les hablase sin miedo al qué
dirán. Con sus pocas pertenecías en un carro llegaron a Puntales, un barrio
aislado, el más alejado del centro y habitado por personas humildes donde
parecía que la vida se movía a un ritmo diferente.
Fue un prudente alquiler el
que les permitió alojarse en una pequeña casa de un bonito patio de vecinos,
patio que compartía su dolor ya que en él desempeñaron su tarea maestros que
cometieron el pecado de educar en libertad por lo que corrieron la misma suerte
que su difunto padre.
El transcurrir de los años
no hacía mella en sus recuerdos, su odio se iba acrecentando como el hueco que
deja la calicha cuando se rasca con la uña, un odio que dejo para un segundo
plano el amor entregado de su mujer y sus hijos. Su carácter se agriaba, desgraciadamente
nunca fue capaz de alejar los fantasmas del pasado sin llegar a darse cuenta de
que esos entes no le dejaban disfrutar de los placeres más elementales de la
vida. La soledad era su aliada y el alcohol su refugio, le resultaba molesto
incluso la presencia de su prole.
Solo sonreía en sueños donde
a su mente le llegaba la visión de aquel dictador reptando por el barro como un
monigote, pidiendo la clemencia de todas sus víctimas mientras estas con sus
cráneos agujereados le escupían sangre.
No llegó a comprender el
sentido de aquellos lejanos besos que les fueron entregados por su padre, una
gran herencia de amor y libertad que
debió de repartir entre sus hijos, pero que derrochó en los vicios del odio.
No se emborrachó el día que
murió el tirano, él no tenía nada que celebrar. Esa muerte no era la que él
esperó durante toda una vida, solo se hubiese embriagado viendo al canalla
expirar ante la más cruel de las torturas, pero el muy cabrón murió de viejo
rodeado de los suyos en una cama de hospital.
A partir de ese instante se
comenzó a moldear una falsa democracia en la que él no tenía cabida, eran
muchos los días donde un continuo goteo de odio no había dejado hueco en su
corazón para otros sentimientos ¿cómo perdonar a los que tanto daño le
infringieron?
Al día siguiente no puso el
torno en funcionamiento, se sentó en su banco de trabajo y con la cabeza entre
sus rodillas comenzó a llorar desconsoladamente, entre lágrimas fue desgranando
medio siglo de existencia, dándose cuenta que aquello no se le podía llamar
vida, tanto rencor almacenado solo había conseguido convertirlo para su familia
en otro tirano. En su mente solo podía ver el miedo reflejado en los ojos de su
esposa e hijos, el miedo que él les provocaba con sus arrebatos de furia y
alcohol. Era muy fácil achacar a otros los efectos de su amargura ¿Para qué
amar? ¿Para qué querer?, si de la noche a la mañana el filo de una guadaña te
lo corta de raíz.
De vuelta al barrio no quiso
aceptar la invitación al bar que le ofreció un compañero, entró directamente al
portal de su casa y ya en el patio surgió un suspiro de lo más profundo de su
ser, en el salón ya estaba la mesa puesta, toda la familia ante la llegada
inesperada se apresuraron a tomar asiento y como siempre en silencio esperaron
a que la madre sirviese la comida. Nadie metió la cuchara en el plato hasta que
el padre no empezó, no se habían llevado a la boca la tercera cucharada cuando
el cabeza de familia la dejó caer en el plato, el miedo ambientó la estancia,
la mujer como siempre sumisa se auto inculpó en el caso de que el potaje
estuviese soso, frío o por cualquier
otro motivo que el marido quisiese achacar sin razón para montar el “espectáculo”
y crear ese ambiente de amargura en el que sentía a gusto.
Entre lágrimas susurró la
palabra perdón, la mujer se levantó y sujetándole
entre las manos sus mejillas húmedas le plantó un beso en los labios.
Toda la tarde la pasó
abrazado a su esposa solo quería oír su voz, saber lo que sentía y comenzar a
descubrir la vida, los hijos espiaban tras las cortinas para verle sonreír.
Cuando llegó la noche compartió con su mujer su primera noche de amor.
Cuando amaneció besó a la
madre de sus hijos que aún dormía, se sentía un hombre distinto, tenía claro
que nunca olvidaría ni perdonaría pero que merecía la pena vivir.