domingo, 15 de abril de 2012


CUANDO LAS HERIDAS NO SANAN

Todos los días flotando como las hojas en el río y adelantándose a la salida del sol, una marea de monos azules emergían a las calles del barrio, con cabezas gachas y paso cansino desembocaban a la plazoleta donde la negra arena empolvaba un calzado cargado de kilómetros y horas de penurias, así comenzaban su rutinaria marcha camino del trabajo. Antes hacían la correspondiente parada en el bar de Ataulfo donde buscaba el efecto de la segunda dosis de cafeína para que el motor de arranque diese el primer tirón y poder poner su cuerpo en marcha. Otros con los rodamientos ya gastados por el cúmulo de años de duras jornadas, al café le sumaban una copa de brandy peleón buscando una anestesia tanto física como psíquica que les permitiese obtener la energía suficiente para soportar  la condena que con el paso del tiempo se había convertido el hecho ineludible de tener que ganarse el jornal.
Como la penitencia de un crucificado los candentes rescoldos de los cigarrillos se alejaban serpenteando por las aceras de la única salida que tenía el barrio. Ya en el tajo intentaban machacar sus problemas golpeando sobre un trozo de metal o simplemente se lo cargaba a las espaldas aumentando más aun el peso del fardo.
Una vida que se va marchando hora a hora, minuto a minuto escuchando como única conversación el chirrido de unos engranajes que mueven la máquina que enriquecen a otros, y que a su familia solo le permite sobrevivir pidiendo fiado en el ultramarino, remendando pantalones y con la imaginación culinaria de una mujer que hace magia entre ollas y sartenes faltos de contenidos.
Las rebabas caen a sus pies mientras se muerde la lengua, no le queda ni el consuelo de la queja. Un pellizco en el estómago, un rechinar de dientes, un dolor le parte el alma cuando dan las nueve de la mañana y piensa que en esos momentos sus hijos cantan el “cara al sol” mientras saludan brazo en alto símbolos fascistas, esos mismos escudos que portaban en sus camisas azules aquellos que hace menos de una treintena de años dieron el tiro de gracia a su padre, otro obrero como él que por  la imperfección de saber leer y escribir los compañeros lo votaron como representante sindical.
Aun siente el roce por su pelo de aquellas manos encallecidas, aun siente el calor de sus labios y aquel cosquilleo que un bigote dejaba en su frente cuando entre las sabanas recibía un beso de buenas noches.
Quisiera olvidar pero no puede, el propio miedo que pervive en él refleja todos los días en los ojos de su madre el drama de lo ocurrido. No les dejaron despedirse, lo único que les dijeron los amigos de su padre que un camión cargado de falangistas llegó al muelle y a punta de pistola se llevaron a cuatro.
La esperanza se tiñó de negro en aquel caluroso agosto de1936 cuando agarrado a la mano de su madre se presentaron en el gobierno civil, solo obtuvieron por respuesta amenazas e insultos. Las súplicas de la mujer fueron acalladas tras recibir una bofetada, él con tan solo diez años se lanzó como una fiera contra el guardia. Despertó en los brazos de su madre con el sabor salado de las lágrimas de esta que corrían de los ojos a las mejillas y  goteaban hasta su boca, sintió un fuerte dolor en la nariz y sus ropas estaban teñidas de sangre, ignoraba como había llegado hasta la playa su última visión era la de una rodilla golpeando contra su rostro.
Le costaba trabajo respirar pero tenía que reponerse, aunque fuese por su madre, no podía dejar que se hundiese más, en cada lágrima se le iba una gota de vida, el viento de levante pegaba la arena en sus rostros, había que salir de allí, tenían que seguir buscando. Usó todas sus fuerzas para incorporarla solo lo consiguió con la ayuda de un buen hombre que se les acercó. Tras percibir el origen de aquellos lamentos les aconsejó que se acercasen por el cementerio, él venía de allí también trataba de localizar a un familiar, dijo que los muertos de la noche anterior estaban en la fosa pero aun no los habían cubierto.
Corrieron angustiados hasta llegar a la puerta del campo santo, un joven sargento charlaba con un soldado mientras fumaban, cuando quisieron entrar el soldado se lo impidió pero ante el llanto y el estado que presentaban la mujer y el pequeño, el sargento se compadeció y dio la orden al soldado para que los dejase pasar. Les dio cinco minutos de tiempo, advirtiéndoles que él se la estaba jugando.
No les hizo falta mucho para dar donde estaba la fosa, hundieron sus pies en un montón de arena y se asomaron al agujero con la esperanza de que allí no estuviese. Sus ropas lo delataron, era el más cercano a ellos en aquella macabra escena, su cara casi irreconocible posaba con un perfil sangriento sobre la espalda de otro de sus compañeros. La mujer dando un grito desesperado bajo a la fosa donde pisando los otros cadáveres agarró el cuerpo inerte de su hombre y lo acunó en sus brazos como si fuese el hijo de sus entrañas.
No faltó día en su vida que no recordase aquella escena dantesca, más de treinta años notando como su cuerpo se volvía a petrificar ante aquel foso contemplando la más horrible estampa, se quedaba como una estatuas de sal, como aquellas de las que hablaban los curas como ejemplo del castigo divino, curas que en sus liturgias hablaban de pecados y mandamientos, curas que justificaban a los asesinos y condenaban a los inocentes.
Tres años de guerra y una posguerra demasiado larga, demasiado dura y cargada de necesidad para la familia de un rojo en una ciudad pequeña. La falta de recursos y el sentirse continuamente vigilados les hizo huir a un lugar donde nadie los señalase con el dedo o  les hablase sin miedo al qué dirán. Con sus pocas pertenecías en un carro llegaron a Puntales, un barrio aislado, el más alejado del centro y habitado por personas humildes donde parecía que la vida se movía a un ritmo diferente.
Fue un prudente alquiler el que les permitió alojarse en una pequeña casa de un bonito patio de vecinos, patio que compartía su dolor ya que en él desempeñaron su tarea maestros que cometieron el pecado de educar en libertad por lo que corrieron la misma suerte que su difunto padre.
El transcurrir de los años no hacía mella en sus recuerdos, su odio se iba acrecentando como el hueco que deja la calicha cuando se rasca con la uña, un odio que dejo para un segundo plano el amor entregado de su mujer y sus hijos. Su carácter se agriaba, desgraciadamente nunca fue capaz de alejar los fantasmas del pasado sin llegar a darse cuenta de que esos entes no le dejaban disfrutar de los placeres más elementales de la vida. La soledad era su aliada y el alcohol su refugio, le resultaba molesto incluso la presencia de su prole.
Solo sonreía en sueños donde a su mente le llegaba la visión de aquel dictador reptando por el barro como un monigote, pidiendo la clemencia de todas sus víctimas mientras estas con sus cráneos agujereados le escupían sangre.
No llegó a comprender el sentido de aquellos lejanos besos que les fueron entregados por su padre, una gran herencia de amor y  libertad que debió de repartir entre sus hijos, pero que derrochó en los vicios del odio.
No se emborrachó el día que murió el tirano, él no tenía nada que celebrar. Esa muerte no era la que él esperó durante toda una vida, solo se hubiese embriagado viendo al canalla expirar ante la más cruel de las torturas, pero el muy cabrón murió de viejo rodeado de los suyos en una cama de hospital.
A partir de ese instante se comenzó a moldear una falsa democracia en la que él no tenía cabida, eran muchos los días donde un continuo goteo de odio no había dejado hueco en su corazón para otros sentimientos ¿cómo perdonar a los que tanto daño le infringieron?
Al día siguiente no puso el torno en funcionamiento, se sentó en su banco de trabajo y con la cabeza entre sus rodillas comenzó a llorar desconsoladamente, entre lágrimas fue desgranando medio siglo de existencia, dándose cuenta que aquello no se le podía llamar vida, tanto rencor almacenado solo había conseguido convertirlo para su familia en otro tirano. En su mente solo podía ver el miedo reflejado en los ojos de su esposa e hijos, el miedo que él les provocaba con sus arrebatos de furia y alcohol. Era muy fácil achacar a otros los efectos de su amargura ¿Para qué amar? ¿Para qué querer?, si de la noche a la mañana el filo de una guadaña te lo corta de raíz.
De vuelta al barrio no quiso aceptar la invitación al bar que le ofreció un compañero, entró directamente al portal de su casa y ya en el patio surgió un suspiro de lo más profundo de su ser, en el salón ya estaba la mesa puesta, toda la familia ante la llegada inesperada se apresuraron a tomar asiento y como siempre en silencio esperaron a que la madre sirviese la comida. Nadie metió la cuchara en el plato hasta que el padre no empezó, no se habían llevado a la boca la tercera cucharada cuando el cabeza de familia la dejó caer en el plato, el miedo ambientó la estancia, la mujer como siempre sumisa se auto inculpó en el caso de que el potaje estuviese soso, frío o por cualquier  otro motivo que el marido quisiese achacar sin razón para montar el “espectáculo” y crear ese ambiente de amargura en el que sentía a gusto.
Entre lágrimas susurró la palabra perdón, la mujer se levantó  y sujetándole entre las manos sus mejillas húmedas le plantó un beso en los labios.
Toda la tarde la pasó abrazado a su esposa solo quería oír su voz, saber lo que sentía y comenzar a descubrir la vida, los hijos espiaban tras las cortinas para verle sonreír. Cuando llegó la noche compartió con su mujer su primera noche de amor.
Cuando amaneció besó a la madre de sus hijos que aún dormía, se sentía un hombre distinto, tenía claro que nunca olvidaría ni perdonaría pero que merecía la pena vivir.

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