lunes, 27 de mayo de 2013

EL TERROR INVISIBLE

Ya hacía dos años que con la recomendación de un amigo consiguió entrar en la empresa, no era un trabajo que fuese de su agrado pero había poco donde elegir y las deudas lo tenían entre la espada y la pared con lo que no le quedó otra opción que aceptarlo.
Lo peor fueron los primeros días, aquel silencio roto por llantos, voces que susurraban un pésame, ataúdes, cirios, bajar al sótano donde en las cámaras yacían cuerpos inertes cargados de historias en las que ya conocíamos el final. Todo le provocaba un inevitable escalofrío, un desánimo constante pero había que acostumbrarse lo antes posible a tratarlo como un mero tema laboral, aunque hasta ahora no lo había conseguido y esa pesadumbre la arrastraba hasta la intimidad de su hogar. Jamás se le podía haber pasado por la cabeza que acabaría en una funeraria maquillando cadáveres ¿cómo podía hacer algo bello con la muerte?.
Llegó un momento en el que ya no pudo más. Ese día le tocó cambiar el aspecto de un niño que pereció ahogado en el mar y cuyo cuerpo no fue localizado hasta pasado diez días. El avanzado estado de descomposición que presentaba hacía que la piel macerada le diese el aspecto de un tétrico muñeco de goma en el que las alimañas marinas se habían pegado un festín, en su cara no había mirada en el lugar de sus ojos solo se apreciaban dos oscuras cavernas.
Intentaba formar sobre la mesa de acero inoxidable aquel puzle humano que le dejaron tras la autopsia, deseó imaginarse el aspecto que tendría en vida para realizar su trabajo con mayor precisión, fue cuando vio que de la boca surgían las patas de un cangrejo. Vomitó sin tan siquiera darle tiempo a quitarse la mascarilla, corrió al baño de la fría sala y no pudo continuar, llamó al encargado y le pidió que lo sustituyeran alegando encontrarse indispuesto.
Aquella noche le costó mucho conciliar el sueño, a cada momento le venía a la mente aquel rostro desfigurado y el cangrejo abriéndose paso entre los labios.
A las siete de la mañana se despertó cansado e inquieto, se dio una ducha fría y llamó nuevamente al encargado para comunicarle que ya se encontraba bien. Había que enfrentarse a los fantasmas, de lo contrario pasaría a formar parte de un número de siete cifras en una oficina del INEM .
Cuando firmó su contrato para el tanatorio lo hizo con la categoría de conductor, fue algo más tarde cuando le propusieron que hiciese el curso de maquillador y así podría ganar una prima extra, aunque esto supondría tener que trabajar más horas ya que esa labor quedaría fuera de su jornada de chofer.
El encargado le dijo que preparase una bolsa de viaje ya que le tocaría trasladar un cadáver desde Vigo hasta el cementerio de Chiclana en la provincia de Cádiz. Ya sabía por la prensa que ese lugar era de donde procedía el pequeño y  fue de allí donde partió hacía menos de un mes a pasar con su familia unas vacaciones en Galicia. Estando de visita en las islas Cíes el niño se adentró en el bosque de donde nunca más regresó hasta que la marea lo devolvió a una playa de Marín.
Desayunó y se volvió a tumbar en la cama, tenía que descansar algo más ya que el viaje que le esperaba era largo y tedioso, por mucho tiempo que pasase nunca se acostumbraría a viajar en compañía de la muerte.
Cuando giró las llaves de contacto del coche fúnebre miró su reloj con lo que supo que no llegaría a su destino antes de la una de la madrugada. La conducción de aquel vehículo se hacía cómoda, primero por ser de alta gama y segundo porque los demás conductores trataban de evitarlo distanciándose lo más posible de él. También en los restaurantes de carretera conseguía que lo atendiesen rápido, aunque no con mucha amabilidad debido a que la estancia del vehículo en el aparcamiento espantaba a los demás clientes.
El ocaso se produjo a la altura de Mérida, ya eran muchas las horas de viaje y aunque el cansancio hacía mella prefirió continuar ya que la experiencia del día anterior aun no se le había borrado, con lo que pretendía terminar con el traslado lo antes posible.
Tras atravesar Sevilla continuó por la autopista de peaje, paró en un área de servicio para estirar las piernas y tomar un café. Al abrir la puerta del coche le sorprendió un viento fuerte y desagradable. Saludó al entrar dando las buenas noches, no había clientes, el único empleado que había tras la barra le contesto con algo más parecido a un gruñido que a un cumplido, era la señal evidente de que desde la cristalera lo había visto llegar con su peculiar carga. Ya sabía que sería imposible entablar conversación, tomó el café y salió al encuentro del viento sin molestarse en soltar unas palabras de despedida.
Cuarenta minutos más tarde surgió una voz del navegador para indicarle el desvío a tomar y que le llevaba a la N-IV, Radio Nacional comenzó a emitir el informativo de las doce de la noche y los faros iluminaron el primer cartel que indicaba su destino.
De repente la emisora dejó de emitir, todos los testigos del coche se apagaron y dejó funcionar el motor, mientras que dejaba que la inercia lo llevase hasta el arcén pensó que se trataba de una avería eléctrica.
La carretera estaba desierta, pulsó el cierre del capó y se bajó para comprobar si se había soltado un borne de la batería. Le llamo la atención la falta de ruido, el silencio absoluto que reinaba en el lugar. Alumbró con la linterna la señal de tráfico que se erguía junto a él, marcaba el kilómetro 666, pensó en el número de la Bestia, sintió terror y fue a buscar el móvil que dejó sobre el salpicadero.
El conductor del tráiler no pudo esquivarlo, es más al no tener ningún dispositivo luminoso le fue imposible verlo, solo sintió el impacto y vio como un rostro desfigurado se asomó al cristal del parabrisas dejándolo agrietado.
Ya hacía dos años que con la recomendación de un amigo consiguió entrar en la empresa, no era un trabajo que fuese de su agrado pero había poco donde elegir y las deudas lo tenían entre la espada y la pared con lo que no le quedó otra opción que aceptarlo.

Aquel día le tocaría trasladar de Chiclana a Vigo los restos mortales de un hombre que había sido atropellado. Al pasar por el kilómetro 666 de la N-IV, miró a su izquierda y vio como una bandada de flamencos se posaban en las aguas de un estero.

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