CARAMELO
Mi memoria tiene vida propia
y a veces coge días de asuntos propios sin previo aviso ¡Mira que yo se lo
advierto! - si te piensas ir me lo dices con tiempo para que me dé espacio a
tomar apuntes.
Hace varias jornadas que
desapareció y como despedida solo me dejó una nota en la que decía: - En la
mesita te dejo un sudoku por si quieres seguir escribiendo, me voy a un
balneario a relajarme.
P.D. ¡ME TIENES HASTA EL
CO... DE TANTO ESPRIMIRME!
Esto ya me lo esperaba, me
lo advirtió mi psiquiatra... - ¡No te fíes de la memoria que es muy traicionera
y a la mínima de cambio te da una puñalada trapera!
¡Menos mal!... que fui precavido
y hace un año que comencé a almacenarlo todo en un disco duro, aunque así que
si la memoria se me falla... ¡que le den por culo! con un solo clic pincho en
la carpeta y ya dispongo de archivo.
El sonido parsimonioso de
unas gastadas herraduras al golpear sobre un maltratado asfalto, hacía prever
la inminente llegada de Caramelo. Al mismo tiempo el sol se despereza tras la
silueta de Medina y los primeros rayos atraviesan el gélido viento del norte
entrelazándose con la férrica estructura de la torre de Puntales.
Nadie que hubiese conocido a
Caramelo emplearía la palabra burro en tono peyorativo, ya que es digna de
mención la nobleza de aquel animal que día tras día traía la fruta al barrio.
Mientras que Platero decía Juan Ramón que parecía de algodón, de este diría yo
que parecía de porcelana pues una vez que Guillermo lo paraba frente a la
frutería y hasta el momento de partir, a excepción de orejas y rabo para
espantar las moscas era incapaz de mover algún musculo de su fisonomía, quizás
rebuznasen más algún que otro individuo que el propio animal.
La frutería era un quiosco
mezcla de madera y cristal, gris techo de cinc y paredes verdes que según la
dirección del viento lo transformaba su dueño con tableros y paneles. Ubicado
en una esquina de la plazoleta donde confluían las calles Real y Arenal.
Guillermo regentaba el
negocio siempre con una sonrisa que dejaba destellar su diente de oro, pero no
a lo Pedro Navajas, ya que era tan noble como su animal. Ajedrecista
empedernido empleaba las tranquilas tardes para jugar sus partidas con su amigo
Gago. Las mañanas más ajetreadas no le permitían dar un jaque mate, pues solo
le quedaba tiempo para servir a las solicitudes de las clientas posando peras,
manzanas, pimientos y tomates en uno de
los dos platos de metal pulidos con arena de la playa y zumo de limón, en el
otro las pesas de hierro hasta conseguir el equilibrio perfecto para que la
aguja marcara el centro de la balanza.
-¿Qué desea Esperanza?
Aun recuerdo aquella voz con
la dulce entonación que solo puede tener una buena persona, mientras mi madre
compraba la fruta yo me asomaba a la puerta y Guillermo alargando su mano
colgaba de mi oreja un par de cerezas.
Aquel establecimiento tenía
el aspecto de un teatro de guiñol con un
telón de fondo decorado de verduras y entre bambalinas una caja de sardinas en
arenque, un gorrión disecado protegido por una urna de cristal y en el centro
del escenario Guillermo cómo único actor que una mano retenía e impedía que su
juventud se ejecutase como el resto de los mortales en aquella plazoleta.
Un buen día el sonido de las
herraduras se cambió por el rugir de un motor y aunque el actor continuó con la
obra ya no era necesaria la colaboración de Caramelo. El burro se despidió sin
pena ni gloria tal como fue el transcurrir de su vida dejando paso en la
función a una tal SIATA.
Gracias a Miguel Ángel Pérez
el asno siguió permaneciendo en nuestros recuerdos, pues cuando quería cabrear
a su hermano Carmelo por la similitud del nombre se lo cambiaba por el del
burro.
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