sábado, 6 de octubre de 2012


CARAMELO

Mi memoria tiene vida propia y a veces coge días de asuntos propios sin previo aviso ¡Mira que yo se lo advierto! - si te piensas ir me lo dices con tiempo para que me dé espacio a tomar apuntes.
Hace varias jornadas que desapareció y como despedida solo me dejó una nota en la que decía: - En la mesita te dejo un sudoku por si quieres seguir escribiendo, me voy a un balneario a relajarme.
P.D. ¡ME TIENES HASTA EL CO... DE TANTO ESPRIMIRME!
Esto ya me lo esperaba, me lo advirtió mi psiquiatra... - ¡No te fíes de la memoria que es muy traicionera y a la mínima de cambio te da una puñalada trapera!
¡Menos mal!... que fui precavido y hace un año que comencé a almacenarlo todo en un disco duro, aunque así que si la memoria se me falla... ¡que le den por culo! con un solo clic pincho en la carpeta y ya dispongo de archivo.
El sonido parsimonioso de unas gastadas herraduras al golpear sobre un maltratado asfalto, hacía prever la inminente llegada de Caramelo. Al mismo tiempo el sol se despereza tras la silueta de Medina y los primeros rayos atraviesan el gélido viento del norte entrelazándose con la férrica estructura de la torre de Puntales.
Nadie que hubiese conocido a Caramelo emplearía la palabra burro en tono peyorativo, ya que es digna de mención la nobleza de aquel animal que día tras día traía la fruta al barrio. Mientras que Platero decía Juan Ramón que parecía de algodón, de este diría yo que parecía de porcelana pues una vez que Guillermo lo paraba frente a la frutería y hasta el momento de partir, a excepción de orejas y rabo para espantar las moscas era incapaz de mover algún musculo de su fisonomía, quizás rebuznasen más algún que otro individuo que el propio animal.
La frutería era un quiosco mezcla de madera y cristal, gris techo de cinc y paredes verdes que según la dirección del viento lo transformaba su dueño con tableros y paneles. Ubicado en una esquina de la plazoleta donde confluían las calles Real y Arenal.
Guillermo regentaba el negocio siempre con una sonrisa que dejaba destellar su diente de oro, pero no a lo Pedro Navajas, ya que era tan noble como su animal. Ajedrecista empedernido empleaba las tranquilas tardes para jugar sus partidas con su amigo Gago. Las mañanas más ajetreadas no le permitían dar un jaque mate, pues solo le quedaba tiempo para servir a las solicitudes de las clientas posando peras, manzanas, pimientos y tomates  en uno de los dos platos de metal pulidos con arena de la playa y zumo de limón, en el otro las pesas de hierro hasta conseguir el equilibrio perfecto para que la aguja marcara el centro de la balanza.
-¿Qué desea Esperanza?
Aun recuerdo aquella voz con la dulce entonación que solo puede tener una buena persona, mientras mi madre compraba la fruta yo me asomaba a la puerta y Guillermo alargando su mano colgaba de mi oreja un par de cerezas.
Aquel establecimiento tenía el aspecto de un teatro de guiñol  con un telón de fondo decorado de verduras y entre bambalinas una caja de sardinas en arenque, un gorrión disecado protegido por una urna de cristal y en el centro del escenario Guillermo cómo único actor que una mano retenía e impedía que su juventud se ejecutase como el resto de los mortales en aquella plazoleta.
Un buen día el sonido de las herraduras se cambió por el rugir de un motor y aunque el actor continuó con la obra ya no era necesaria la colaboración de Caramelo. El burro se despidió sin pena ni gloria tal como fue el transcurrir de su vida dejando paso en la función a una tal SIATA.
Gracias a Miguel Ángel Pérez el asno siguió permaneciendo en nuestros recuerdos, pues cuando quería cabrear a su hermano Carmelo por la similitud del nombre se lo cambiaba por el del burro.

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