jueves, 3 de mayo de 2012


MEMORIA DEL OLVIDO

Al igual que al romperse un collar las perlas se dispersan y saltan como pulgas locas, así hoy bajo la influencia de un día húmedo y gris de primavera, empiezan a brotar recuerdos de la infancia. No sabría ponerlos en el orden correcto ya que el paso de los años hizo que el cajón de la memoria los colocase a su libre antojo.
Observo como la lluvia resbala sobre el aterciopelado pétalo de una rosa, me viene evocaciones de otra rosas estampadas en un retal de tela, lienzo que se pasea entre las flores que adornan el patio de vecinos donde vive la costurera. Siento el calor de la mano de mi madre entre mis dedos, me da seguridad y esa ternura que tanto se necesita a temprana edad. Por un instante enmudece el ritmo del  balanceo de las piernas que mecen el pedal de una máquina de coser. Un saludo de vecinas, una caricia se desliza por mi cabellera de manos de la modista, si no me falla la retentiva era Isabelita su nombre. Entre consejos ojean revistas hasta hallar el modelo adecuado, solo quedan las medidas, dos besos de despedida y hasta la primera prueba.
Del grupo de Calderón camino de la farmacia con una simple mirada ya descubría mis deseos, esa era mi ESPERANZA, la que en el puesto de Carmen me compraba ese TBO. Ella que nunca pudo adivinar lo que las letras decían, viendo a sus hijos leer el orgullo la invadía. Analfabeta de escuela y Premio Novel en la vida nos enseñó a valorar una buena biblioteca antes que una bicicleta, era su filosofía que con los pies y educación se llega a todas partes pero a golpe de pedal más tarde que temprano terminará por los suelos.
Llegando el estío a su fin y a punto de comenzar la escuela como buena previsora en la botica de Antonio se hacía de un buen repertorio de tarros de ZZ, más valía prevenir que rascar que entre tanta chiquillería los piojos se repartían como cartas en tabernas.
Amigos inseparables cubiertos por sus boinas, sentados en sillas de tijeras presidían la puerta de Ataulfo como los leones al parlamento, sangre de sal marina, sabios de la pesquería, historia viva del barrio, eran Cototo y Mangano más que colegas hermanos.
En una mano la mía en la otra las alforjas  que era la misma cosa que de los “mandaos”  la bolsa y así íbamos caminando hasta la frutería. Un puesto muy peculiar, digno para ser plasmado en libros de arquitectura. Como de la chistera de un mago de seis metros cuadrados surgía un palacio de verduras. Aun lo puede contemplar, aunque fuera de lugar quedo para la posteridad en un mural de azulejos. Su dueño era Guillermo el hombre de la sonrisa permanente, agradable, atento con sus clientes y amante del ajedrez. Mis recuerdos también los comparten el burro Caramelo y un gorrión que al vuelo era más humano que ave y tratado por los vecinos como uno más de Puntales.
Para aliviarle la carga a Esperanza  subía la fruta a casa, cogía la talega del pan y ya le daba alcance al final de la calle Carraca donde la encontraba charlando con Juana la de la Eureka. Quedó Juana en mis retinas tras el mostrador sentada en una esquina, cara redonda y sonrosada tenía el aspecto perfecto a la abuelita de un cuento. A los años aquel local lo regentó Alejandro y al final lo traspasó a Frasca la madre de Lucas, un vecino singular incombustible como los Stones y creativo como los Beathles, rockero, torero, pintor, poeta, contador de historietas, ingenioso Cervantes hasta que el cuerpo aguante. 1,2 de azúcar y 12 con 8 de tensión.
Saboreando un trozo de pan y saludando algún vecinos llegábamos hasta el refino, entre botones, hilos, encajes y colonias, Diego y Rafaela hacían subir el ego de aquel pequeño niño, con besos, elogios, caricia, y con cariño. Aquellas relaciones traspasaban las barreras de negociantes y clientes, eran tan buena gente, que a veces te hacían sentir como si fuesen parientes.
De vuelta a la plazoleta en busca de más viandas visitaba a Marcelino, entre chirrido de la cuchilla que cortaba un espinazo o algún hueso de jamón, al otro extremo una voz que solicitaba un vaso. Era el Pilar un ultramarino-bar donde un montañés su vida repartía entre el mostrador y la cacería. Recuerdo aquella báscula blanca que con su aguja roja marcaba el peso de los garbanzos, aquel papel de estraza, aquellas sardinas en arenque cuyo recipiente se usaba para acompañar las notas como improvisado bombo de una infantil chirigota que con colador de trapo postulaban de patio en patio recibiendo aplausos y pesetas a las desafinadas cuartetas… ¡eso si que era tener jeta!
Estribillo
Somos los enanitos
Por eso llevamos hachas
Para cortarles a las niñas
Todas las cachas

Solo con girar la esquina brillaban  escamas y espinas en el mandil de Luís, pequeño de estatura y grande de corazón. Pescadero y patriarca de la familia Freire que con la mía compartieron portal, lo mismo que la amistad que tras décadas perdura.
Al pasar por la vaquería un mugido se escuchaba dándote los buenos días.
Antes de que se fuese la hora era a Elvira la de la recova la última en visitar pues huevos y leche eran base de alimentación. Una leche no envasada, leche recién ordeñada, a medida por jarrillos.
Esto que os cuento no es de hace mucho tiempo, tampoco soy tan viejo como para narrar la prehistoria, aunque cerca anduve de ella pues conocí el sifón, las barras de hielo para la nevera y la Mirinda.
Mientras mi madre cruzaba la plaza camino de la calle Arenal yo corría al estanco de Aragón... ¡aún no estaba tan loco para correr hasta Zaragoza!, Aragón era el apellido del estanquero de origen chiclanero que tenía su estanco bar en el grupo de los ciegos. Allí compraba  el Ducados  para que fumase mi padre. Ya de vuelta a casa con el objetivo cumplido, la que me parió me premiaba con algunas pesetillas y con la fortuna en mis manos bajaba las escaleras a la siguiente mesetilla donde a los ladridos de la Linda sin tener que llamar al timbre Rosario me abría la puerta y con los brazos cruzados por encima de los hombros, sin miedo a cruzar piojos, me iba con mi "hermano" Faly en busca de nuevas aventuras.

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