MEMORIA
DEL OLVIDO
Al igual que al romperse un
collar las perlas se dispersan y saltan como pulgas locas, así hoy bajo la
influencia de un día húmedo y gris de primavera, empiezan a brotar recuerdos de
la infancia. No sabría ponerlos en el orden correcto ya que el paso de los años
hizo que el cajón de la memoria los colocase a su libre antojo.
Observo como la lluvia resbala
sobre el aterciopelado pétalo de una rosa, me viene evocaciones de otra rosas
estampadas en un retal de tela, lienzo que se pasea entre las flores que
adornan el patio de vecinos donde vive la costurera. Siento el calor de la mano
de mi madre entre mis dedos, me da seguridad y esa ternura que tanto se
necesita a temprana edad. Por un instante enmudece el ritmo del balanceo de las piernas que mecen el pedal de
una máquina de coser. Un saludo de vecinas, una caricia se desliza por mi
cabellera de manos de la modista, si no me falla la retentiva era Isabelita su
nombre. Entre consejos ojean revistas hasta hallar el modelo adecuado, solo
quedan las medidas, dos besos de despedida y hasta la primera prueba.
Del grupo de Calderón camino
de la farmacia con una simple mirada ya descubría mis deseos, esa era mi
ESPERANZA, la que en el puesto de Carmen me compraba ese TBO. Ella que nunca
pudo adivinar lo que las letras decían, viendo a sus hijos leer el orgullo la
invadía. Analfabeta de escuela y Premio Novel en la vida nos enseñó a valorar
una buena biblioteca antes que una bicicleta, era su filosofía que con los pies
y educación se llega a todas partes pero a golpe de pedal más tarde que
temprano terminará por los suelos.
Llegando el estío a su fin y
a punto de comenzar la escuela como buena previsora en la botica de Antonio se
hacía de un buen repertorio de tarros de ZZ, más valía prevenir que rascar que
entre tanta chiquillería los piojos se repartían como cartas en tabernas.
Amigos inseparables
cubiertos por sus boinas, sentados en sillas de tijeras presidían la puerta de
Ataulfo como los leones al parlamento, sangre de sal marina, sabios de la
pesquería, historia viva del barrio, eran Cototo y Mangano más que colegas
hermanos.
En una mano la mía en la
otra las alforjas que era la misma cosa
que de los “mandaos” la bolsa y así
íbamos caminando hasta la frutería. Un puesto muy peculiar, digno para ser plasmado
en libros de arquitectura. Como de la chistera de un mago de seis metros
cuadrados surgía un palacio de verduras. Aun lo puede contemplar, aunque fuera
de lugar quedo para la posteridad en un mural de azulejos. Su dueño era
Guillermo el hombre de la sonrisa permanente, agradable, atento con sus
clientes y amante del ajedrez. Mis recuerdos también los comparten el burro
Caramelo y un gorrión que al vuelo era más humano que ave y tratado por los
vecinos como uno más de Puntales.
Para aliviarle la carga a
Esperanza subía la fruta a casa, cogía
la talega del pan y ya le daba alcance al final de la calle Carraca donde la
encontraba charlando con Juana la de la Eureka. Quedó Juana en mis retinas tras
el mostrador sentada en una esquina, cara redonda y sonrosada tenía el aspecto
perfecto a la abuelita de un cuento. A los años aquel local lo regentó
Alejandro y al final lo traspasó a Frasca la madre de Lucas, un vecino singular
incombustible como los Stones y creativo como los Beathles, rockero, torero,
pintor, poeta, contador de historietas, ingenioso Cervantes hasta que el cuerpo
aguante. 1,2 de azúcar y 12 con 8 de tensión.
Saboreando un trozo de pan y
saludando algún vecinos llegábamos hasta el refino, entre botones, hilos,
encajes y colonias, Diego y Rafaela hacían subir el ego de aquel pequeño niño,
con besos, elogios, caricia, y con cariño. Aquellas relaciones traspasaban las
barreras de negociantes y clientes, eran tan buena gente, que a veces te hacían
sentir como si fuesen parientes.
De vuelta a la plazoleta en
busca de más viandas visitaba a Marcelino, entre chirrido de la cuchilla que
cortaba un espinazo o algún hueso de jamón, al otro extremo una voz que
solicitaba un vaso. Era el Pilar un ultramarino-bar donde un montañés su vida
repartía entre el mostrador y la cacería. Recuerdo aquella báscula blanca que
con su aguja roja marcaba el peso de los garbanzos, aquel papel de estraza,
aquellas sardinas en arenque cuyo recipiente se usaba para acompañar las notas
como improvisado bombo de una infantil chirigota que con colador de trapo
postulaban de patio en patio recibiendo aplausos y pesetas a las desafinadas
cuartetas… ¡eso si que era tener jeta!
Estribillo
Somos
los enanitos
Por
eso llevamos hachas
Para
cortarles a las niñas
Todas
las cachas
Solo con girar la esquina
brillaban escamas y espinas en el mandil
de Luís, pequeño de estatura y grande de corazón. Pescadero y patriarca de la
familia Freire que con la mía compartieron portal, lo mismo que la amistad que
tras décadas perdura.
Al pasar por la vaquería un
mugido se escuchaba dándote los buenos días.
Antes de que se fuese la
hora era a Elvira la de la recova la última en visitar pues huevos y leche eran
base de alimentación. Una leche no envasada, leche recién ordeñada, a medida
por jarrillos.
Esto que os cuento no es de
hace mucho tiempo, tampoco soy tan viejo como para narrar la prehistoria,
aunque cerca anduve de ella pues conocí el sifón, las barras de hielo para la
nevera y la Mirinda.
Mientras mi madre cruzaba la
plaza camino de la calle Arenal yo corría al estanco de Aragón... ¡aún no
estaba tan loco para correr hasta Zaragoza!, Aragón era el apellido del
estanquero de origen chiclanero que tenía su estanco bar en el grupo de los
ciegos. Allí compraba el Ducados para que fumase mi padre. Ya de vuelta a casa
con el objetivo cumplido, la que me parió me premiaba con algunas pesetillas y
con la fortuna en mis manos bajaba las escaleras a la siguiente mesetilla donde
a los ladridos de la Linda sin tener que llamar al timbre Rosario me abría la
puerta y con los brazos cruzados por encima de los hombros, sin miedo a cruzar
piojos, me iba con mi "hermano" Faly en busca de nuevas aventuras.
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